Nicolás es un niño como los demás.
Tiene dos años y le gusta correr, saltar, tirarse por el tobogán, subirse a los columpios, comer chucherías… solamente hay una cosa que le hace diferente: Nicolás no puede oír.
Cuando nació, nadie se había dado cuenta de ese detalle que iba a convertir a Nicolás en un niño “especial”.
Tuvo que pasar un poco de tiempo para que sus padres notasen que los ruidos no le molestaban, que si sonaba el teléfono mientras dormía, Nicolás no se despertaba…Nunca “balbuceó” como hacen otros bebés al intentar pedir un poco de pan o agua y tuvo que pasar aún un poco más de tiempo para que se percatasen de una cosa muy importante: cuando le llamaban, Nicolás no les hacía caso. Fue en ese momento cuando realmente se asustaron.
Nicolás nunca había escuchado la voz de su mami, no sabía qué significaba oír. Para él, lo normal era estar rodeado de silencio y esa era la razón por la que no se sentía diferente al resto de los niños. Aún era demasiado pequeño para entender qué le sucedía.
Además nadie sabía y cuando digo nadie, es nadie, ninguna persona, ni tan siquiera sus padres que Nicolás era capaz de mantener largas, larguísimas conversaciones con un ratoncito muy pequeñito que un día apareció en su habitación y al que Nicolás escondió para poder jugar con él todos los días.
Os preguntaréis: ¿y cómo podía “hablar” Nicolás con un ratoncito?.
Ambos se entendían a la perfección con solo mirarse a los ojos. Si el ratoncito movía su bigote rápidamente, Nicolás sabía que tenía hambre…si por el contrario, el movimiento era lento, el ratoncito tenía sueño. Si abría mucho los ojos, estaba asustado y si movía sus orejas era porque tenía ganas de jugar….ah! y lo más importante, siempre encogía la nariz para avisarle de que podía hacerle daño, sin querer, mientras se divertían juntos.
A su vez, el ratoncito entendía a Nicolás de la misma manera. Si en su cara aparecía una enorme sonrisa, Nicolás estaba feliz; si lo que aparecía era una lagrimita bajando por su mejilla, estaba triste, muy triste; si quería jugar, ponía su mano con la palma hacia arriba para que el ratoncito se subiese sobre ella…¡había infinidad de gestos para saber qué era lo que le sucedía a uno u a otro…o qué querían hacer en un preciso momento! .
Además, Nicolás era un niño muy feliz
El sabía que su mamá le quería mucho porque ¡todos los días! le bañaba en agua calentita; le preparaba comidas riquísimas; cuando le acostaba, se quedaba junto a él, en la cama, haciéndole suaves cosquillas en el pelo hasta que se dormía y, sobre todo, porque siempre, siempre le daba millones de besos y abrazos, muchos abrazos.
También estaba seguro de que su papá le quería porque, cada vez que llegaba a casa, le tomaba entre sus brazos y giraban y giraban o, tirados en el sofá, se ponía sobre sus rodillas y ¡como si fuesen un balancín!, subía y baja sin parar…aquello era muy divertido. Además, también le daba muchos besos y le abrazaba fuerte, muy fuerte.
La cosa cambió cuando sus papis llevaron a Nicolás a ver a un señor vestido con una bata blanca. Durante mucho tiempo estuvo haciendo pruebas y más pruebas que ¡menos mal!...no hacían ningún daño. Estuvieron viendo a ese señor y a otros muchos también vestidos de la misma manera hasta que uno de ellos comunicó a los padres de Nicolás de una manera muy seria: “Nicolás es sordo”.
¿Qué querría significar qué era sordo?. No tenía ni idea pero no debía ser nada bueno porque su mamá estuvo llorando varios días y su papá tenía una cara muy triste.
Pero sus papis se dieron cuenta de que con tristeza no se llega a ningún sitio y decidieron que había que empezar cuanto antes a enseñar a Nicolás la manera de comunicarse con el resto del mundo. Era necesario hacerlo pronto para que pudiese aprender fácilmente y, lo mejor de todo, hacerlo jugando.
Al poco tiempo, empezó a venir a casa una nueva amiga. Era una chica muy alegre que se dirigía a Nocolás como nadie había hecho nunca: utilizaba mucho sus manos y cuando digo mucho es…¡muchísimo!. Jugaban con unas cartulinas en las que aparecían dibujadas muchas cosas: un vaso de agua, una cama, un plátano, un coche, una playa, un perro, un avión…y así, hasta el infinito. También tenía unas fichas de diferentes colores, otras con letras, otras con números.
A Nicolás le encantaba jugar con ella. Cada vez que le enseñaba un dibujo, tenía que aprender un movimiento que hacía con sus manos…lo mismo ocurría con las letras, los números. Fue entonces cuando se dio cuenta de una cosa: lo que Nicolás hacía con su nueva amiga era muy parecido a lo que su ratoncito y él hacían en su habitación…ellos sabían lo qué el otro quería o lo que al otro le pasaba con tan solo fijarse en sus gestos.
Muy pronto, sus papis se unieron a las clases y los tres empezaron a aprender a comunicarse a través de signos, gestos y movimientos que hacían con las manos. Al cabo de poco tiempo, ya era capaz de leer y escribir y no tenía ningún problema para pedir aquello que le apetecía o necesitaba.
Fue entonces cuando pensó que ya hora de que su mami conociese a su íntimo amigo el ratoncito. Con él había aprendido que si se miraban a los ojos y estaban atentos a gestos tan pequeñitos como un movimiento de bigotes o rascarse la nariz con la patita podían saber qué les ocurría o a qué querían jugar. A su mami le encantó conocer al amiguito de Nicolás y, gracias a lo que su peque le enseño, también ella pudo jugar y “hablar” con él.
Ya ha pasado algún tiempo. Nicolás ya ha cumplido seis años y acude a un colegio en el que todos los niños son como él…¿cómo se dice?...¡a si!, sordos. Pero están aprendiendo, como cualquier otro niño. Ahora Nicolás se lo pasa genial leyendo cuentos, viendo pelis en la tele gracias a unas palabras que aparecen en la pantalla que le van contando todo lo que sucede, jugando con el ordenador…pero con quien más se divierte sigue siendo su ratoncito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario